lunes, 23 de agosto de 2010
EL COLEGIO MAYOR PEÑAFIEL DE VALLADOLID A PERÚ (II)
Como siempre, hubo tiempo para todo: para “hacer agujeritos” en la chacra seca, para pegar machetazos y limpiar la maleza en la chacra húmeda, para seguir ordenando y seleccionar libros y libros y libros… para organizar archivos (esto quedó a cargo de José Manuel y de las voluntarias alemanas con las que coincidimos algunos días)… y para ir a la Sierra, que era el acontecimiento más esperado… “la sierra”. Uno, cuando oye hablar de la sierra en el Perú piensa en lo que designa ese término en España: sierra Nevada (esquí… carretera asfaltada hasta el Veleta...), sierra de Gredos (el Almanzor como cumbre principal, con 2.500 m. de altura), la sierra de la Demanda, la de la Culebra… Pero la sierra peruana no tiene nada que ver. Salimos para la sierra a eso de las 3 de la mañana, ya desayunados. (nos pilló la amanecida en el valle del Colca) a bordo de 3 todo terrenos repletos de libros, medicinas, comida y aportaciones nuestras (balones, sobre todo, ropa, y todo tipo de artilugios que nos habían regalado en España para llevar allá). Y, a unos 5.000 metros de altura encontramos una explanada inmensa, de kilómetros y kilómetros de largo y de ancho, flanqueada lejanamente por algún nevado y llena de llamas, alpacas y vicuñas, que campaban a sus anchas por allá. Sólo encontramos dos pequeños pueblos en ese altiplano, auténtico desierto sin un árbol ni una casa (alguna choza de pastor y nada más).
Llegamos a nuestro primer destino (un pueblecito a 4.900 metros de altura) a eso de la una del mediodía. Todos hechos polvo, salvo el abuelo José Manuel, experto en estas lides. El pueblo todavía tenía nieve del fin de semana anterior. Vimos el Colegio, las cocinas, las clases, las letrinas, los invernaderos (“fitotoldos” impulsados por gente de Caritas para lograr producir verduras a esa altura, de forma que puedan entrar en la alimentación de los más pequeños). Emocionante ver las caras de agradecimiento, quemadas por el sol, de los chicos cuando les pasamos libros para la escuela y para ellos y otros detalles.
Ese día dormimos en Orcopampa, un pueblo “minero” (recordaba al lejano oeste en versión peruana: gente por la calle con casco, ruido y movimiento) a “sólo” 3.900 metros. Cuando llegamos ya nos habíamos acostumbrado a la altura, aunque alguno todavía tuvo algún pequeño problema de soroche o mal de altura. Al día siguiente fuimos a Vizcacuto, otro pueblín al pie de un nevado (4.900 metros), con una escuela muy bien cuidada. Los críos tienen que andar, casi todos, unas 2 horas de ida y otras tantas de vuelta para ir a la escuela. Van calzados con las sandalias típicas de la zona y así aguantan hasta 15 y 20 grados bajo cero. Tienen en la escuela un pequeño albergue para que puedan dormir de lunes a jueves los que viven a más de tres horas. Allí Raúl pudo hacer demostraciones de dominio del balón, y Ramón, Íñigo, Jaime y Fernando se dedicaron a conversar con los niños (con algunos era difícil, porque sólo sabían quechua) y a repartir libros y comida (latas de anchoveta). Fue muy divertido verles explicar a los voluntarios qué era eso de “España” y lo lejos que estaba. Por supuesto, en sus casas no tienen ni electricidad, ni TV, ni agua corriente… Y todos los días del año comen lo mismo y en cantidades mínimas: una sopa frugalísima de arroz por la mañana, y unos cereales típicos de la sierra por la noche. Cuando nos fuimos nos cantaron una canción de despedida… auténtica.
Después de reintegrarnos al trabajo normal tuvimos tiempo un día para echar una mano en la catequesis de una parroquia de un barrio marginal y otro de acompañar a la psicóloga de Caritas para estar con niños con problemas de integración en la camioneta de uso habitual que es sorprendente que funcione todavía. Lógicamente, casi todos fuimos en el remolque, porque en la cabina sólo cabían tres. Fue un día muy interesante, porque pudimos llevar a los chavales los balones que nos quedaban… y que fueron recibidos con auténtica pasión.
Los últimos dos días los aprovechamos para acercarnos al lago Titicaca, que pillaba no muy lejos (¡¡por carretera asfaltada!!) después de ver Arequipa. Mientras algunos vimos museos y “piedras” de esta ciudad, conocida como la “ciudad blanca” enmarcada por tres volcanes, otros se dedicaron a comer salchipapas y a comprar música… norteamericana y moderna. Ya en el lago pudimos ver las islas flotantes donde viven los uros (construidas con cañas) y unas ruinas incas y aymaras. Cerca de donde vivíamos estaba un famoso templo inca de la fertilidad. También tuvimos ocasión de vislumbrar la ciudad de Juli (famosa por sus iglesias, y conocida como la pequeña Roma) y la de Puno, con desfile de fiestas patrias incluido (habría que estudiar qué tienen los desfiles para José Manuel, que es capaz de estar horas y horas viéndolos sin moverse ni un centímetro). En Puno nos pudimos tomar un pisco sour buenísimo. De ahí, vuelo a Lima (con las maletas casi vacías) y, tras el abundante almuerzo al que nos invitó Miguel, un amigo de José Manuel, vuelta a España.
Volveremos al año que viene. Ha merecido la pena pero hay mucho, mucho que hacer todavía.
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1 comentario:
Felicidades por esta iniciativa. Saludos desde Cáceres
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